Querida persona que un día fuiste alguien en mi vida.

Cuando el sol todavía brillaba en mi vida me despertaba por las mañanas con energía. Me miraba en el espejo y me decía a mí misma: “Hoy voy a comerme el mundo”. Irrumpía en la calle regalando sonrisas. Sintiendo la luz matinal del mes de octubre bañando las aceras. Observaba ensimismada el revolotear de las hojas secas mientras escuchaba: “la humedad del suelo resbala, el aire me despeina, odio el frío” Todas esas quejas de los viandantes que a mis ojos componían un maravilloso paisaje de otoño. Sentía los rápidos latidos de mi corazón por debajo de mi grueso abrigo y el brillo de mis ojos en cada ventana de coche en la que me miraba. Esos eran los síntomas que tenía antes de ser consciente lo que sentía por ti. Y yo te buscaba en cada rincón, en cada portal, en cada avenida. Te encontraba y me sonreías. Me tomabas de la mano sin miedo. Juntos emprendíamos un camino sin destino. Esquivábamos charcos y corríamos como niños. Cada vez que mis ojos se cruzaban con los tuyos sentía que me ahogaba. Notaba que me faltaba el oxígeno que me permitía respirar.Vivimos nuestro sueño sin recordar que en algún momento nos despertaríamos. Esfumándose todo lo que habíamos construido, huyendo, escapando sin poder impedirlo. 
Después del luminoso otoño llegó el crudo invierno. Dejé de levantarme de la cama con ilusión. Mi sonrisa perdió su brillo de labios. Y tu continua ausencia hizo que me sintiera vacía. Vi pasar las horas, los días, las semanas y los meses sin querer darme cuenta de que ya no estabas aquí conmigo. Yo no paraba de gruñir ante el frío y la nieve mientras los demás habitantes del mundo disfrutaban de las chimeneas, los juegos y las castañas. Mis ganas de vivir se desvanecieron. Sentí que me perdía en un mundo de caras largas. El tiempo pasó y hoy todo ello son meros recuerdos de lo que iba a ser el inicio de nuestro cuento de hadas. 
Al final resultó que nos quedamos con un cuaderno de hojas en blanco.