martes, 17 de febrero de 2015

Soy. Pero no existo sin ti.

Hoy es uno de esos días en los que pienso más rápido de lo que hablo.
Perder siempre implica dedicar tiempo a recomponerse.
Y a veces, el dolor solo trae más dolor.

Perder supone quedarse vacío y sentir el frío.
El dolor es abrirse la herida cada vez que cicatriza para no olvidar. No olvidarte, no olvidarme, no olvidarnos.
Y a veces, el tiempo se convierte en  una avalancha imparable que arrastra consigo todo lo que en un día fuimos.

La pérdida se siente cuando eres consciente de que nada puede volver a ser como antes, de que tú ya no eres la de hace seis meses.
El dolor es echar un pulso a la vida, y tener la voluntad de querer seguir estando a este lado.
Y a veces, es necesario creer que ya no hay nada que pueda matarnos. Aunque siempre queden más golpes.

Echar de menos es una demostración de que sigues vivo. De que respiras, aunque apenas te oigas. De que sientes, a pesar de que hace tiempo que nada te conmueve.
El dolor si no te mata, te hace más valiente.
Y a veces, los cobardes son los que no lloran.

Para volar, primero hay que dejarse caer. Y luego ser inmortal.
El dolor es todo lo que se esconde tras una risa.
Y a veces, reír es una forma de gritar.

Para encontrarse, encontrarlo o encontrarme, antes ha habido que perderse, perderlo o perderme.
El dolor aparece cuando alguien más lo siente.
Y a veces, ya no queda compasión para el resto.

Una canción favorita, deja de serlo si ya no cuenta nada. Y tras ella solo queda el silencio.
El dolor es sufrimiento que no se sabe canalizar y se enquista.
Y a veces, no hablar es síntoma de entendimiento.

La noche es la última esperanza. Y un "siempre estaré contigo" en el momento oportuno puede salvar otra vida.
El dolor puede curarnos de la insensibilidad.
Y a veces, la salvación no existe para algunas personas.

Pero de vez en cuando, a pesar de haberlo perdido todo, siempre queda algo.
Nos queda la vida. Y eso debería bastarnos.

miércoles, 2 de julio de 2014

Simplemente adiós.

Nací a partir de tu recuerdo.
Y de él he sacado fuerzas para mantenerme a flote desde tu marcha.
Debería morir ahora, ahora que termino con lo nuestro, bueno, con lo mío. Por fin estoy dispuesta a olvidar, o a vivir nuevas experiencias con otros. Conmigo misma.

A pesar de que debería desaparecer para crearme de nuevo, he decidido no desintegrarme, porque:
Creo en la inmortalidad de todo:
De los recuerdos que se olvidan.
De las cartas de despedida con final.
De los orgasmos fugaces e instantáneos.
Confío en la eternidad:
De los adioses antes de una guerra a punta de pistola.
De la vida misma, y de mi propia persona. No tengo que desvanecerme para desprenderme de ti.
Creo en la inmortalidad de todas las cosas. Porque mientras haya vida, quedará esperanza. Y porque en los tiempos del amor en crisis, en ruinas, es necesario mantener la confianza.
La confianza en mí misma, para seguir existiendo.
No en ti. Has quemado todas las oportunidades. Y bien es cierto que creo en la inmortalidad, pero no en la tuya.

Hasta aquí. Punto. Y.
No queda nada, solo nosotros, pero separados, solo yo.
Yo, drogadicta asidua de tus besos y caricias.
Que ha pasado el mes de mayo desintoxicándose, de ti.
Me había inyectado tantas veces tus frases de aliento que ya me las creía. Y las moraduras de cada pinchazo me recordaban el placer que me causaba sentirte correr por mis venas.
Has jugado conmigo, y me has dolido. En el corazón, y en el alma. Pero no en la vida, que es mía y no tuya. Nunca lo ha sido. Pero no me había dado cuenta hasta ahora.
Soy una autárquica. Que no tiene nada que ver con política. En este caso. Independiente.
Me siento más bonita que nunca, y no hace falta que nadie me lo recuerde. Porque me basto conmigo misma. Que soy capaz de vivir sin depender de nadie.
Me estoy dejando crecer el pelo.
Pero sigo siendo imprevisible. Y sería capaz  de raparme de nuevo para demostrar a esta sociedad estereotipada que el pelo corto es para valientes, o al menos para supervivientes.

Tal vez podría haber dejado que me arrancaran la vida. Que me arrancaras las tripas. Pero no. 
Ya no, corazón.
Cogí un tren que me llevó a Italia. A enamorarme de nuevo. A cerrar etapas. A cambiar el mundo.
Si te tuviera que decir algo, sería adiós.
Pero nosotros ya censuramos esa palabra. Y nunca nos la dijimos.
Así que nada. Nada de adioses. Nada de todo. De siempre. De para siempre. De hasta siempre.
O simplemente.
Adiós. 

K

martes, 22 de abril de 2014

Memorias de verano para cuando haga frío. II

El entorno enmudeció tras mi placentera petición.
Silencio y calma.
Tranquilidad aparente, ya que en mi interior hormigas recorrían cada vértebra.
Mi estómago fue abatido por un incesante aleteo.
Imparable nerviosismo punzando mis entrañas.
Mis mejillas se tiñeron de rojo. Color de la pasión, pero de la vergüenza también.
Las manos me temblaban, se equivocaban y trastabillaban. Resbalaron por una cremallera firmemente cerrada ante su mirada vigilante.
Él voló a socorrerme. Con un cariñoso desliz hipnotizó los cierres de mi vestido, retiró los finos tirantes de mis hombros, y lo dejó caer creando un campo de flores a nuestros pies.
Estábamos tan próximos que solo había cabida para un sentimiento: amor. Un concepto de amor joven, apasionado y eléctrico.
 
Nos acomodamos sobre un viejo edredón. La hierba estaba húmeda, pero no lo sentimos.
Desde mi posición podía admirar sus ojos y el cielo nocturno.
Me sorprendió encontrar las estrellas en sus pupilas.
Hubiera deseado que mis piernas hubiesen sido tan perfectas como las de aquellas que colman las revistas. Las mías llenas de arañazos y moratones, me parecían toscas. Hasta que él las recorrió con delicadeza, con ternura. Como si con cada pequeña caricia confiase en aliviar mis rozaduras.
 
Se me nublaron las ideas, y no recuerdo en que pensé. Solo sentí.
Me retorcí dejando escapar quejidos. Clavé las uñas de guitarrista en su espalda, y prometí calmar después las cicatrices con dulces besos.
 
Dejamos correr la vida entre nuestras piernas.
Nos sentimos inmortales. Nos lo creímos. Y la inmortalidad se fugó de nuestras almas, evadiéndonos del mundo que tanto habíamos hablado en transformar.
 
Permanecimos abrazados piel con piel susurrando secretos y mordisqueando lóbulos.
El aumento de temperatura que habíamos provocado, no llegó a derretirnos, pero consiguió que las nubes tronaran encolerizadas.
La lluvia calló el ardor de nuestros cuerpos.
Nos apresuramos en recoger nuestro amor diseminado, y buscamos refugio en la desolada casa.
Criaturas insólitas. Amantes de los relámpagos. Contemplamos a través de la puerta abierta una frenética danza de gotas veraniegas.
 
Nos volvimos a sentir inmortales sobre el frío suelo de mármol. Al ritmo de la tormenta como única música de fondo.
La colcha quedó marcada por el frenesí tras nuestra incursión entre sus pliegues.
Dormimos, pero no soñamos. Nuestros deseos se habían cumplido.
 
Todo empieza con amor y con pasión. Y terminaremos siendo polvo. Éramos conscientes de ello. Y, sin embargo, valientes donde los haya, juramos no desintegrarnos nunca, ser eternos e inmortales de por vida.
Pero,
¿Acaso nosotros sabíamos que era la vida?
Me retiró el pelo de la cara. Me besó.
Y luego… 
Luego nos fuimos. 

sábado, 22 de marzo de 2014

Memorias de verano para cuando haga frío I.

Era verano. La posibilidad de lo nunca hecho tenía cabida en todos los corazones. Corazones jóvenes, que jadeaban bajo las luces de las estrellas. Noches calurosas. Labios entreabiertos. Sedientos de aventuras.
La música reventaba las losas de la plaza del pueblo. Manos en el aire, agitándose al compás de una melodía. No recuerdo si era rock, o más bien canciones tarareadas por miles de generaciones antes que nosotros. No era mi estilo. Pero bailaba, o me contoneaba sin saber dónde colocar los pies. Soy bailarina, pero el alcohol me quemaba la garganta.

Estaba perdida en una marea de gente. No reconocía a nadie, y sin embargo parecía que todos me conocían a mí. Pegaban sus sudorosos cuerpos al mío; helado y desamparado. Gélido porque solo le buscaba a él.
Era incapaz de percibir nada. Incapaz de sentir como mi pareja de baile jugueteaba con una onda de mi cabello. Huidiza brizna de una trenza casi deshecha.
Mis ojos devoraban las caras que invadían el lugar. Solo le buscaba a él. Y de hecho, ya le había encontrado.
Estábamos en la época estival. Tal vez todo sería posible.

Envalentonada por el exceso de alcohol, dancé dando tumbos hacia su posición.
Llevaba zapatillas de cordones. Y sin embargo, el trayecto hasta alcanzarle fue arduo. Me juré no volver a beber en la vida. ¿Pero acaso yo sabía que era la vida?

Nuestras miradas se alcanzaron.
Observó a través de mí, de mi cuerpo, como si rechazara la idea de verme en aquel lugar apoyada sobre dos pies que sujetaban mis temblorosas extremidades.
Me sentí como una prostituta fuera de su esquina. Perdida. Rechazada. Ignorada.
No fui consciente de que, en realidad, se limitó a leerme el alma. Intentó averiguar en treinta segundos la metamorfosis que había supuesto que yo cumpliera dieciséis. Todos los cambios que él se había perdido en aquel eterno año en el que habíamos permanecido separados.
Creo que lo saludé. Frunció la nariz al esnifar el licor que desprendía mi boca. ¿Desde cuándo yo bebía?

Trastabillé.
Él tiró de mí restaurando mi equilibrio perdido.
Apenas pude distinguir quién nos mantenía más próximos, si nuestras bocas o nuestros corazones.
Era un juego peligroso en el que hicimos acrobacias para evitar que sus labios acabaran en los míos. O viceversa.
No en público. No era el momento.
-Solos- pidió.

Cogidos de la mano. No recuerdo cuando cruzó sus dedos con los míos, pero lo hizo.
Atravesamos los silenciosos campos carretera arriba. Las espigas abrieron un sendero, y las luciérnagas parecieron iluminarlo para nosotros.
La fiesta quedó en el pueblo.

Tropezamos con una reja metálica que yo bien conocía.
Mis infantiles huellas habían quedado grabadas en ella años atrás.
No sé si en algún momento pensé en llevarle allí. Pero terminamos solos en mi lugar secreto.

Saltamos la tapia alcanzando un páramo abandonado.
La hierba acariciaba nuestros tobillos, y nos invitaba a reír. No lo hicimos.
La pequeña casa pedía a gritos una capa de pintura. Pero nosotros no éramos artistas. Al menos no durante las siguientes tres horas.
Las flores estaban pintadas al mínimo detalle en mi vestido. No era necesario que las macetas estuvieran llenas. De todos modos, nunca he sido de rosas.
La luna hipnotizaba el agua de la piscina, creaba ondas y jugaba con ellas. Estaba fría. Lo sé porque metí los pies. Era tan cristalina que mis uñas barnizadas en granate relucieron, y las gotas que recorrían mis piernas fueron absorbidas por mis poros. Me estremecí, y recordé que en realidad yo estaba hecha de puro invierno, de frialdad.
Pero era verano, y estábamos en mi terreno. La sensación era la de haber cruzado a otro mundo cuando traspasamos la verja.

Se sentó lejos de mí. Contemplándome, al igual que se admiran las obras de arte. Reteniendo todos mis matices para recordarlos cuando la distancia volviera a separarnos.
Solté la trenza, la deshice con los dedos, pensativa. No quería que el silencio se rompiera. El amor se transmite, no se habla. Y él parecía comprenderlo, comprenderme. Siempre me había entendido, pero a altas horas de la madrugada consiguió romper mi coraza. Solo con silencio.
Volví a sentirme segura. Supe que sería capaz de admitir que no me apasionaba salir la noche del sábado. Y tuve la certeza de que podría apagar los cigarros que nunca debería haber fumado. Porque él necesitaba una chica con una belleza diferente, rara o especial. Pero bella al fin y al cabo.

Tímida. No me atreví a colarme en sus brazos por miedo a que escapara de mí. Cobarde.
Pero no podíamos seguir escondiéndonos. Continuar huyendo de los gritos que daban nuestros corazones, nuestras mentes, nuestros labios, o el lugar de donde salga el querer, no nos llevaría a amarnos menos.
Los labios me palpitaban. Estaba convencida de que el que late es el corazón. Sin embargo, yo no había elegido estudiar ciencias así que cabía la posibilidad de equivocarse.

No fue capaz de resistir durante más tiempo los suspiros de deseo que  escapaban entre mis dientes.
Decidido se acercó hasta rozarme, y calló mis palpitantes labios con los suyos.
Cerré los ojos para no ver nada, y sentirlo todo. Mis dedos repletos de anillos se cernieron entorno a su cuello. Se había dejado crecer el pelo, y lo acaricié, y tal vez, se lo revolví. No era partidario de que le despeinaran, pero me dejó hacer. Sus labios estaban calientes. Los míos eran un témpano de hielo. La unión entre fuego y agua. Los contrastes entre calor y frío. Nos llevaron a quemarnos hasta que nuestras respiraciones se entrecortaron. Nos habíamos deseado durante largo tiempo, y sentirnos tan cerca se nos antojaba irreal. Mi piel ardía, pero no quería abrir los ojos para descubrir si acaso me estaba balanceando sobre una hoguera.
Finalmente, él se apartó y yo boqueé buscándole. Si dijera que nuestras miradas se encontraron, mentiría, puesto que estábamos en el infinito.
-Hazme el amor- rogué.

Esta vez me miró como si fuese una margarita sin deshojar, en mitad de un campo repleto de ellas sin pétalos.

viernes, 31 de enero de 2014

Mi pecado fue dejarte ir. Pero ya.

Las horas se han recreado en cada minuto.
Los segundos han jugado a ser años.
El tiempo no ha avanzado.
Pero se ha llevado el mes de enero, y tal vez tu recuerdo.

Olvidar no estaba en mi vocabulario.
En diciembre, claro.
Ahora sí.
Y no tengo miedo a usarlo.

Mis suspiros no van dirigidos a la melancolía de tus labios, de tus besos.
He dibujado tres pecas nuevas en mi piel.
Tú no las conoces, y no dejaré que las encuentres. Nunca, creo.

No confío en nadie.
Menos en mi misma. Impredecible.
Tal vez hoy te rechace. Mañana muérame por tu aroma.
¿Realmente estoy tan loca?
Tus huellas han quedado incrustadas en mi cuerpo, y no consigo desprenderme de ellas.

Ya no me siento la misma.
Y lo que de verdad importa es lo que hacemos ahora y no lo que no hicimos o podríamos hacer.
Me siento como si lo estuviese perdiendo todo.
Y solo intento desatarme de ti.
¿Podría este ser nuestro final?

Los hombres sois una puta droga.
Doléis, y el resultado final es un corazón quebrado.
Pero. Joder.
Sois tan placenteros.
Pero. Doléis.

La próxima vez que nos veamos no sostendré tu mirada café.
No es que ahora me pongan los ojos verdes. Que también.
Pero los míos color miel han encontrado otros marrones a los que perseguir.

Sigo anclada en los 80. Soy de los 90. Vivo en el XXI.
Es ridículo. Creo tener 43 años. Y 9. Pero 16.
Yo no era amante de las matemáticas.
Aquí estoy jugando con los números.
La lógica no era arte. Porque el arte no tenía lógica. ¿Y ahora?

Hoy necesito que la poesía no tenga ningún sentido, ni reglas, ni cultismos.
Así escribo lo que me mata y me olvido de censurar lo que debería callarme.
Precisamente estoy quemada de recordar y de guardar palabras en mi arañado corazón.

Amo la moda. Y romper las reglas.
Me he tomado tres cafés. Y voy colocada.
Agresiva.
La música de fondo es rock de la década pasada. Muy dulce, al principio. Luego punzante.
Así se ha creado este texto.
Al son de una armonía de notas, con el ritmo de una canción.
La música vuelve a ser ciencia. Y sus compases casan con mis versos.

Va a ser 14. +. Y tu cumpleaños. =.Y odio febrero.
Pero hace poco aborrecía la poesía, las flores y cenar en familia. Ahora son rutina.
Cuando vuelva a cambiar: amaré febrero. O a ti, de nuevo. Que viene a ser lo mismo.

Me has pedido tan poco.
Y yo quería tanto.
Económicamente no era rentable.

No espero que nadie entienda esto.
Es confuso.
Agresivo, de nuevo.

Me basta con que te llegue a ti.
Ya que así deberían ser las cartas. Íntimas. Como hacer el amor bajo las sábanas.
K