sábado, 22 de marzo de 2014

Memorias de verano para cuando haga frío I.

Era verano. La posibilidad de lo nunca hecho tenía cabida en todos los corazones. Corazones jóvenes, que jadeaban bajo las luces de las estrellas. Noches calurosas. Labios entreabiertos. Sedientos de aventuras.
La música reventaba las losas de la plaza del pueblo. Manos en el aire, agitándose al compás de una melodía. No recuerdo si era rock, o más bien canciones tarareadas por miles de generaciones antes que nosotros. No era mi estilo. Pero bailaba, o me contoneaba sin saber dónde colocar los pies. Soy bailarina, pero el alcohol me quemaba la garganta.

Estaba perdida en una marea de gente. No reconocía a nadie, y sin embargo parecía que todos me conocían a mí. Pegaban sus sudorosos cuerpos al mío; helado y desamparado. Gélido porque solo le buscaba a él.
Era incapaz de percibir nada. Incapaz de sentir como mi pareja de baile jugueteaba con una onda de mi cabello. Huidiza brizna de una trenza casi deshecha.
Mis ojos devoraban las caras que invadían el lugar. Solo le buscaba a él. Y de hecho, ya le había encontrado.
Estábamos en la época estival. Tal vez todo sería posible.

Envalentonada por el exceso de alcohol, dancé dando tumbos hacia su posición.
Llevaba zapatillas de cordones. Y sin embargo, el trayecto hasta alcanzarle fue arduo. Me juré no volver a beber en la vida. ¿Pero acaso yo sabía que era la vida?

Nuestras miradas se alcanzaron.
Observó a través de mí, de mi cuerpo, como si rechazara la idea de verme en aquel lugar apoyada sobre dos pies que sujetaban mis temblorosas extremidades.
Me sentí como una prostituta fuera de su esquina. Perdida. Rechazada. Ignorada.
No fui consciente de que, en realidad, se limitó a leerme el alma. Intentó averiguar en treinta segundos la metamorfosis que había supuesto que yo cumpliera dieciséis. Todos los cambios que él se había perdido en aquel eterno año en el que habíamos permanecido separados.
Creo que lo saludé. Frunció la nariz al esnifar el licor que desprendía mi boca. ¿Desde cuándo yo bebía?

Trastabillé.
Él tiró de mí restaurando mi equilibrio perdido.
Apenas pude distinguir quién nos mantenía más próximos, si nuestras bocas o nuestros corazones.
Era un juego peligroso en el que hicimos acrobacias para evitar que sus labios acabaran en los míos. O viceversa.
No en público. No era el momento.
-Solos- pidió.

Cogidos de la mano. No recuerdo cuando cruzó sus dedos con los míos, pero lo hizo.
Atravesamos los silenciosos campos carretera arriba. Las espigas abrieron un sendero, y las luciérnagas parecieron iluminarlo para nosotros.
La fiesta quedó en el pueblo.

Tropezamos con una reja metálica que yo bien conocía.
Mis infantiles huellas habían quedado grabadas en ella años atrás.
No sé si en algún momento pensé en llevarle allí. Pero terminamos solos en mi lugar secreto.

Saltamos la tapia alcanzando un páramo abandonado.
La hierba acariciaba nuestros tobillos, y nos invitaba a reír. No lo hicimos.
La pequeña casa pedía a gritos una capa de pintura. Pero nosotros no éramos artistas. Al menos no durante las siguientes tres horas.
Las flores estaban pintadas al mínimo detalle en mi vestido. No era necesario que las macetas estuvieran llenas. De todos modos, nunca he sido de rosas.
La luna hipnotizaba el agua de la piscina, creaba ondas y jugaba con ellas. Estaba fría. Lo sé porque metí los pies. Era tan cristalina que mis uñas barnizadas en granate relucieron, y las gotas que recorrían mis piernas fueron absorbidas por mis poros. Me estremecí, y recordé que en realidad yo estaba hecha de puro invierno, de frialdad.
Pero era verano, y estábamos en mi terreno. La sensación era la de haber cruzado a otro mundo cuando traspasamos la verja.

Se sentó lejos de mí. Contemplándome, al igual que se admiran las obras de arte. Reteniendo todos mis matices para recordarlos cuando la distancia volviera a separarnos.
Solté la trenza, la deshice con los dedos, pensativa. No quería que el silencio se rompiera. El amor se transmite, no se habla. Y él parecía comprenderlo, comprenderme. Siempre me había entendido, pero a altas horas de la madrugada consiguió romper mi coraza. Solo con silencio.
Volví a sentirme segura. Supe que sería capaz de admitir que no me apasionaba salir la noche del sábado. Y tuve la certeza de que podría apagar los cigarros que nunca debería haber fumado. Porque él necesitaba una chica con una belleza diferente, rara o especial. Pero bella al fin y al cabo.

Tímida. No me atreví a colarme en sus brazos por miedo a que escapara de mí. Cobarde.
Pero no podíamos seguir escondiéndonos. Continuar huyendo de los gritos que daban nuestros corazones, nuestras mentes, nuestros labios, o el lugar de donde salga el querer, no nos llevaría a amarnos menos.
Los labios me palpitaban. Estaba convencida de que el que late es el corazón. Sin embargo, yo no había elegido estudiar ciencias así que cabía la posibilidad de equivocarse.

No fue capaz de resistir durante más tiempo los suspiros de deseo que  escapaban entre mis dientes.
Decidido se acercó hasta rozarme, y calló mis palpitantes labios con los suyos.
Cerré los ojos para no ver nada, y sentirlo todo. Mis dedos repletos de anillos se cernieron entorno a su cuello. Se había dejado crecer el pelo, y lo acaricié, y tal vez, se lo revolví. No era partidario de que le despeinaran, pero me dejó hacer. Sus labios estaban calientes. Los míos eran un témpano de hielo. La unión entre fuego y agua. Los contrastes entre calor y frío. Nos llevaron a quemarnos hasta que nuestras respiraciones se entrecortaron. Nos habíamos deseado durante largo tiempo, y sentirnos tan cerca se nos antojaba irreal. Mi piel ardía, pero no quería abrir los ojos para descubrir si acaso me estaba balanceando sobre una hoguera.
Finalmente, él se apartó y yo boqueé buscándole. Si dijera que nuestras miradas se encontraron, mentiría, puesto que estábamos en el infinito.
-Hazme el amor- rogué.

Esta vez me miró como si fuese una margarita sin deshojar, en mitad de un campo repleto de ellas sin pétalos.

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