martes, 22 de abril de 2014

Memorias de verano para cuando haga frío. II

El entorno enmudeció tras mi placentera petición.
Silencio y calma.
Tranquilidad aparente, ya que en mi interior hormigas recorrían cada vértebra.
Mi estómago fue abatido por un incesante aleteo.
Imparable nerviosismo punzando mis entrañas.
Mis mejillas se tiñeron de rojo. Color de la pasión, pero de la vergüenza también.
Las manos me temblaban, se equivocaban y trastabillaban. Resbalaron por una cremallera firmemente cerrada ante su mirada vigilante.
Él voló a socorrerme. Con un cariñoso desliz hipnotizó los cierres de mi vestido, retiró los finos tirantes de mis hombros, y lo dejó caer creando un campo de flores a nuestros pies.
Estábamos tan próximos que solo había cabida para un sentimiento: amor. Un concepto de amor joven, apasionado y eléctrico.
 
Nos acomodamos sobre un viejo edredón. La hierba estaba húmeda, pero no lo sentimos.
Desde mi posición podía admirar sus ojos y el cielo nocturno.
Me sorprendió encontrar las estrellas en sus pupilas.
Hubiera deseado que mis piernas hubiesen sido tan perfectas como las de aquellas que colman las revistas. Las mías llenas de arañazos y moratones, me parecían toscas. Hasta que él las recorrió con delicadeza, con ternura. Como si con cada pequeña caricia confiase en aliviar mis rozaduras.
 
Se me nublaron las ideas, y no recuerdo en que pensé. Solo sentí.
Me retorcí dejando escapar quejidos. Clavé las uñas de guitarrista en su espalda, y prometí calmar después las cicatrices con dulces besos.
 
Dejamos correr la vida entre nuestras piernas.
Nos sentimos inmortales. Nos lo creímos. Y la inmortalidad se fugó de nuestras almas, evadiéndonos del mundo que tanto habíamos hablado en transformar.
 
Permanecimos abrazados piel con piel susurrando secretos y mordisqueando lóbulos.
El aumento de temperatura que habíamos provocado, no llegó a derretirnos, pero consiguió que las nubes tronaran encolerizadas.
La lluvia calló el ardor de nuestros cuerpos.
Nos apresuramos en recoger nuestro amor diseminado, y buscamos refugio en la desolada casa.
Criaturas insólitas. Amantes de los relámpagos. Contemplamos a través de la puerta abierta una frenética danza de gotas veraniegas.
 
Nos volvimos a sentir inmortales sobre el frío suelo de mármol. Al ritmo de la tormenta como única música de fondo.
La colcha quedó marcada por el frenesí tras nuestra incursión entre sus pliegues.
Dormimos, pero no soñamos. Nuestros deseos se habían cumplido.
 
Todo empieza con amor y con pasión. Y terminaremos siendo polvo. Éramos conscientes de ello. Y, sin embargo, valientes donde los haya, juramos no desintegrarnos nunca, ser eternos e inmortales de por vida.
Pero,
¿Acaso nosotros sabíamos que era la vida?
Me retiró el pelo de la cara. Me besó.
Y luego… 
Luego nos fuimos. 

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